jueves, 26 de febrero de 2009

TORNEOS NAZARIES

Cuando los jinetes magrebíes, especialmente los de Ifriquilla o Túnez, inmigraron a al-Andalus y adiestraron los caballos andaluces con sus métodos comenzó también la moda de las carreras de caballos. Los Nazaríes los convirtieron en su pasatiempo favorito: unos como jinetes consumados y conocedores de las capas equinas; otros, con su asidua concurrencia a las carreras.

La tabla era un juego al aire libre en el que competían los jinetes lanzando palos sobre un blanco de madera. Los torneos a campo cerrado tuvieron, desde principios del siglo XIV, muchos partidarios. Mohammed V, desde su adolescencia, frecuentó las palestras y se midió con lanzas cortas con los más diestros caballeros.

Las justas ecuestres se celebraban en las plazas publicas de Granada, sobre todas, en Bib al-Rambla (que daba al Darro antes del embovedado del siglo XIX), y en la Puerta de los Ladrilleros, y en la explanada llamada la Tabla, no lejos de la Puerta de los Aljibes (hoy Torre de los Siete Suelos), en que la competencia dificilísima de los jinetes entusiasmaba al pueblo.


(en el Mercado de la Seda, junto a Bab al-Ramla) “Era el mismo sitio donde los caballeros moros solían cabalgar y competir en torneos para ganar la atención de las damas; donde se aglomeraba el populacho y los niños se montaban a hombros de sus padres, tíos o hermanos mayores para alentar a sus favoritos; donde las silbatinas saludaban la entrada de los que desfilaban en armaduras de caballeros por el solo hecho de ser súbditos del sultán. Cuando resultaba evidente que un hombre había dejado ganar a un miembro de la corte de diferencia hacia el rey o, lo que era igualmente probable, porque le habían prometido una bolsa llena de dinares de oro, los ciudadanos de Gharnata se burlaban de él a voz en cuello. Era un pueblo famoso por su mentalidad independiente, su agudo ingenio y su resistencia a reconocer la autoridad de sus superiores.”

“The Shadow of the Pomegranate Tree” Tariq Alí 1992 ISBN: 84-350-1619-6


En los alrededores de la puerta de la Torre de los Siete Suelos no faltaron emotivos duelos entre caballeros, como el que concertaron, en 1470, Don Diego Fernández de Córdoba y don Alonso de Aguilar bajo el seguro de Muley Hassan (Diego Enríquez del Castillo: Crónica de don Enrique el Cuarto)

EL juego de las cañas, en que se hacían fintas, quiebros y amagos sin llegar a la sangre de las lanzas. Como Münzer lo describió: “Divididos en dos cuadrillas, comenzaron los unos a acometer a los contrarios con largas cañas –los bohordos, de seis palmos-; otros, simulando una huida, cubríanse la espalda con adargas y broqueles persiguiendo a otros a su vez, y todos ellos montados a la jineta en corceles tan vivos, tan veloces, tan dóciles al freno, que no creo que tengan rival. El juego es bastante peligroso, pero con este simulacro de batalla se acostumbraban los caballeros a no temer las lanzas de veras en la guerra de veras. Después con cañas cortas, a modo de flechas, y a todo correr de los caballos, hicieron tiros tan certeros como si las dispararan con ballesta o lombarda. Nunca vi tan bizarro espectáculo”.

Los episodios caballerescos eran del agrado de los nazaríes, como demuestra la pintura de la cámara meridional de la Sala de los Reyes en la que se representa un desafío a muerte: un caballero moro, atrincherado tras su blanca adarga de cuero, cae sobre el caballero cristiano atravesándole con la lanza y desmontándolo del caballo, que se desploma arrollado por el ímpetu del vencedor. Desde la alta torre del peinador del castillo, seguida por la peinadora que lleva el enorme peine habitual de la época, la dama sorprendida y suplicante acude al trágico desenlace.

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